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Stop the clocks, forever

5 de abril de 1994, muchos compañeros de instituto lloraban la muerte de Cobain. Olía a espíritu adolescente allá donde fueras, los referentes gritan su presencia dentro de tu cordura. Muchos entristecían, una forma de encarar la inmadurez de aquellos maravillosos años había terminado.

La introspección nunca se llevó bien con la aceleración de la vida que nos toca vivir, confinados en casa muchos dicen que han tenido tiempo para reflexionar. Eso me entristece, igual que la pérdida de Kurt enojaba a los demás. Tuvo que venir una pandemia para que muchos digan que han dedicado el tiempo a pensar. Pensar, ese bien preciado en peligro de extinción.

En una ciudad que no es la mía perdí uno de mis últimos referentes de clase. Un trocito de lo cotidiano se volvía a alejar, una vez más, de la esencia que tanto costó construir. Y todo el mundo a día de hoy ya ha parado de reflexionar para llenarse de planes, de noche, de alcohol y de bares. Nada nuevo bajo el sol que nos negó el virus.

Hay tanto que cuestionar de lo imperceptible que nos maneja que no me ha dado tiempo aún de ordenar, sólo sé que tenía que invocar de nuevo a Suzanne Vega para que me recordara un Erasmus que no hice por dejarme llevar por lo fácil. No cambiará nada y pocos cambiarán una vez se recupere la «nueva normalidad». Nos mandan señales que no sirven de nada, ya no quedan pensadores en los que confiar y esta orfandad maldita me llena el ser de vacío, una vez más, como cuando me creí lo de la Máxima de Lesseps y luego me pegó la hostia de nuevo la ingenuidad en la que sucumbí.

Paremos, que se pare todo, no dejamos tiempo para estructurar ni tan siquiera lo que queremos, a dónde vamos o cómo podemos ser más tranquilos y conformistas disfrutando de las desgracias que aún no nos han ocurrido. La gente sigue en los bares.

Por favor, parad los relojes, para siempre.

Suena: Stop the Clocks, LA.

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